viernes, 26 de agosto de 2011

¡¿QUÉ?!

Transparenta el vaso un ¿vacío? que hace ver la plateada forma de una cucharilla.
La mano que lo posó sobre la mesa que sostiene el vaso y la cucharilla, solo será un recuerdo del que una vez lo vio.
No ¿existirá? ni vaso, ni cucharilla, ni mesa, ni silla; donde la mujer que posó el vaso sobre la mesa tuvo una forma.
Si este escrito no lo lee nadie, jamás se podría imaginar que hubiera existido una mujer, que sentada en una silla ante una mesa, se tomara un liquido llamado café que contenía un vaso con cucharilla dentro.
Y menos que fue un recuerdo del que una vez lo vio.
Ahora bien, lo bonito del asunto es crear, ponerle forma, al que esto escribe y a la mujer que paladeó el café que tuvo el vaso, quizá inexistente, aunque tú lo puedas ver.

viernes, 19 de agosto de 2011

UN DÍA CUALQUIERA

Leía el periódico páginas abiertas ahí, sobre la mesa. Las palabras carretera infinita hacia el qué pasara, quedaron quietas mientras metía el tenedor en la boca. Una mirada hacia la que decía ¡qué tal has dormido, cariño! le alegró los ojos y siguiendo con ellos el lánguido y sensual caminar, hizo que olvidara el diario y la comida, tras masticar sin darse cuenta un sabor que se escondió en un reducto del cerebro.
Abrió los labios para recibir el beso y lo devolvió acentuando una ligera presión en los de ella, que tomó una taza entre sus dedos y se fue sintiendo la mirada de él donde termina su espalda.
Él volvió a las palabras que decían:
NO SABEMOS LO QUE COMEMOS.
Una milésima de segundo después de leer, bebió un trago de café.
Al pensar si hiciéramos caso, sintió en el estomago un ligero picor al que no dio importancia.
Ella, volvió alarmada corriendo por el grito de ayuda de él.
Lo que vio no pudo describirlo y lo que pudo, lo escribo tal y como fue.

LA PIEDRA

Cuando llegué a casa de Alberto, me dijo que le acompañara, porque la vecina palmó y, tenía que ver si se había cerrado el gas y el agua. La casa olía a soledad, a rancio de persona mayor, y en la silla donde se sentaba, a muerto, pues en esa, la encontró la muerte. Alberto me dijo que estaba sola, nadie de familia, pues igual que tú, dije, que aunque tengas a tu hija, te amenazó con irse si no le dabas dinero, y por eso la mandaste a tomar por culo. Mira si quieres algo, porque el nuevo dueño vendrá y tirará todo, pintará la casa, pondrá muebles nuevos y la alquilará. Alberto abrió los cajones y miramos en ellos. Voy a llevarme esta caja con estos libros, las imágenes de las vírgenes y la piedra, le dije. Pues invítate a una caña, añadí, porque estoy tieso; eso está hecho, dijo Alberto, y le lié un cigarrillo para él y otro para mí. La piedra la puse encima de la valla del jardín y me olvidé de ella; las vírgenes por toda la casa. Fue al hacer el huerto, cuando volví a ver la piedra, por un lado cuarzo rojo, por el otro, pegado a él, una especie de grabado en piedra, parecido a celdillas. Me fumé un canuto y con los humos, descubrí de donde salía la piedra. En el monasterio de Fuentes, abandonado tiempos ha, pegado a la pared más alta del Pirineo aragonés, habitaban cinco monjes. Ahora eremitas, que, cortándose las lenguas para jamás volver a hablar, llegaron allá para expiar sus culpas, penas dolorosas por matar al pueblo de Ics, ordenado por sus superiores. Dedicaban sus vidas a orar, cultivaban la tierra cercana al río Escrito, y aliviaban las penas de los aldeanos, que llegaban en ocasiones, para que salvaran la vida de algún niño, presa de fuertes fiebres, atender algún brazo o pierna rotos, y en general atender a los necesitados. Nadie sabía sus nombres, y poco a poco se fue creando una aldea junto al monasterio. Cosa que se supo de inmediato en el castillo del marqués, pues dejaba de ingresar sus diezmos, y sus campos dejaron de ararse. Así que envió a sus treinta mejores hombres, para traer a todos los que allí vivían. Los que no quieran venir les arrancáis las orejas, ordenó. Poco antes de que llegaran, los aldeanos lo supieron y les dijeron a los monjes: como siempre, el poder debe mandar y el pobre obedecer, y si no tienes na, buena sea la muerte. Se reunieron los cien aldeanos dentro del monasterio y con la ayuda de los monjes…Sobre los arboles unas redes, sobre la senda, unas fosas. Los guerreros del marqués, confiaban en que sería sencillo, más cayeron en las trampas y despojados de sus armas y caballos, los encadenaron en el monasterio. Lo que ocurrió después ya se sabe, el marqués llamó al duque, coleguilla de pernadas, y juntando un ejército, arrasaron el monasterio, y tras enormes pérdidas de hombres, mataron a los monjes, les cortaron las orejas a los hombres, y a las mujeres las violaron y, una de ellas, presa de dolor, arrancó la piedra que aquí veis, y de padres a hijos, llegó a las manos de la vecina, que murió junto a la casa de Alberto y, la piedra, no tiene poderes, ni falta que hace, porque es bonita y me gusta mirarla. Y como todo, fin.