viernes, 25 de noviembre de 2011

Carta leída ante su tumba abierta.EL COMIENZO DE UNA MUERTE

Mientras mi perra jugaba con un hueso haciéndolo sonar a lo largo y ancho de su boca, me reí porque yo hacía lo mismo con un cigarrillo que se empeñaba en encenderse solo por un lado.
Mientras el lado más incandescente paraba su combustión debido a mi saliva, un trocito de papel medio quemado cayó al cojín del sofá.
Mientras lo colocaba en el cenicero y calculaba el tiempo que tardaría en consumirse, miré los ojos de mi perra que miraban los míos. Este animal sabe más que yo de mí mismo y siempre tengo que bajar los ojos ante su mirada. Y como lo sé, decidí sostener la pelea. Hoy justamente.
Mientras peleábamos con los ojos, bajó los suyos y pensé que bien podría ser una mujer, la mujer que sería de mi nueva vida. Siempre esperando lo que yo dijera y siempre obedeciendo lo que yo diría. Sumisa y placentera para mí, pero jamás débil ante los demás, trozos de carne en manos no mías, para cambiar una decisión que nunca llevó a cabo.
Mientras pensaba todo esto, recordé la muerte de mi mujer y el cambio de vida que me obligó a ello.
Mientras los recuerdos se unían uno tras otro en imágenes dolorosas, la perra subió al sofá y chupó mi mano, muerta, ahí tirada, llorando con todo mi cuerpo, mis lágrimas, mis mocos, mis tiritonas, mi piel en carne de gallina. Dios mío susurré, ¿podrías haberte reencarnado? Y como mi mujer era muda, mi perra tampoco habló y ni siquiera gruñó para decirme algo.
Mientras todo esto ocurría, con mi mano izquierda cogí del sofá el revolver que compré a Kini, claro que sin número de serie y por supuesto, sin huellas y me levanté, con dolor en el hombro izquierdo y con un pinzamiento en el muslo derecho, dije a Tania, vámonos tenemos que matar a Edelmiro.
Mientras mi perra salía del coche junto a mi pierna izquierda, vi como salía del garito con tres tipos. Mandé a Tania a por él. Mal hecho. Debería haber esperado solo un segundo más, ese segundo de despiste, de todo bien y ahora a matarte, hijo de puta malo.
Mientras todo esto ocurría llegué a disparar dos, tres veces, pero Tania estaba en el suelo y Edelmiro huyó con una bala creo que entre sus hombros.
Mientras estaba en el hospital muriéndome, escribí todo esto y te lo doy, enfermera, para que sea tuyo y puedas escribir miles de historias que sé seguro podrás sacar de ello.

LA PIEDRA

Cuando llegué a casa de Alberto, me dijo que le acompañara, porque la vecina palmó y, tenía que ver si se había cerrado el gas y el agua. La casa olía a soledad, a rancio de persona mayor, y en la silla donde se sentaba, a muerto, pues en esa, la encontró la muerte. Alberto me dijo que estaba sola, nadie de familia, pues igual que tú, dije, que aunque tengas a tu hija, te amenazó con irse si no le dabas dinero, y por eso la mandaste a tomar por culo. Mira si quieres algo, porque el nuevo dueño vendrá y tirará todo, pintará la casa, pondrá muebles nuevos y la alquilará. Alberto abrió los cajones y miramos en ellos. Voy a llevarme esta caja con estos libros, las imágenes de las vírgenes y la piedra, le dije. Pues invítate a una caña, añadí, porque estoy tieso; eso está hecho, dijo Alberto, y le lié un cigarrillo para él y otro para mí. La piedra la puse encima de la valla del jardín y me olvidé de ella; las vírgenes por toda la casa. Fue al hacer el huerto, cuando volví a ver la piedra, por un lado cuarzo rojo, por el otro, pegado a él, una especie de grabado en piedra, parecido a celdillas. Me fumé un canuto y con los humos, descubrí de donde salía la piedra. En el monasterio de Fuentes, abandonado tiempos ha, pegado a la pared más alta del Pirineo aragonés, habitaban cinco monjes. Ahora eremitas, que, cortándose las lenguas para jamás volver a hablar, llegaron allá para expiar sus culpas, penas dolorosas por matar al pueblo de Ics, ordenado por sus superiores. Dedicaban sus vidas a orar, cultivaban la tierra cercana al río Escrito, y aliviaban las penas de los aldeanos, que llegaban en ocasiones, para que salvaran la vida de algún niño, presa de fuertes fiebres, atender algún brazo o pierna rotos, y en general atender a los necesitados. Nadie sabía sus nombres, y poco a poco se fue creando una aldea junto al monasterio. Cosa que se supo de inmediato en el castillo del marqués, pues dejaba de ingresar sus diezmos, y sus campos dejaron de ararse. Así que envió a sus treinta mejores hombres, para traer a todos los que allí vivían. Los que no quieran venir les arrancáis las orejas, ordenó. Poco antes de que llegaran, los aldeanos lo supieron y les dijeron a los monjes: como siempre, el poder debe mandar y el pobre obedecer, y si no tienes na, buena sea la muerte. Se reunieron los cien aldeanos dentro del monasterio y con la ayuda de los monjes…Sobre los arboles unas redes, sobre la senda, unas fosas. Los guerreros del marqués, confiaban en que sería sencillo, más cayeron en las trampas y despojados de sus armas y caballos, los encadenaron en el monasterio. Lo que ocurrió después ya se sabe, el marqués llamó al duque, coleguilla de pernadas, y juntando un ejército, arrasaron el monasterio, y tras enormes pérdidas de hombres, mataron a los monjes, les cortaron las orejas a los hombres, y a las mujeres las violaron y, una de ellas, presa de dolor, arrancó la piedra que aquí veis, y de padres a hijos, llegó a las manos de la vecina, que murió junto a la casa de Alberto y, la piedra, no tiene poderes, ni falta que hace, porque es bonita y me gusta mirarla. Y como todo, fin.